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¿Qué hiciste durante la dictadura, papá?

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Es la pregunta que hoy día, seguramente, algunos no desean escuchar y menos aún tratar de responder. Si a los criminales agentes del estado dictatorial se les perdonaron sus crímenes, a muchos –como yo- podrían perdonarnos entonces algunos deslices.

 

EL AÑO 1983 venía con furia demencial.

 

El asesinato de Tucapel Jiménez no arredró a los sindicalistas, sino que les unió en la cruzada más fenomenal de esos tiempos. Luchando contra las persecuciones, las golpizas, las torturas y los asesinatos, muchos dirigentes aunaron fuerzas y levantaron la voz. Yo era en ese entonces presidente del sindicato profesional de INACAP, miembro también de la CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile) en calidad de simple director.

 

Los partidos políticos estaban fuera de la ley, sin representatividad verdadera, escondidos bajo las mesas de sus casas o viviendo en el extranjero, presas del exilio. La única voz disidente en el país era la nuestra, y lo sabíamos.

 

Un incidente de extraordinaria repercusión se produjo en la principal Confederación sindical del país, la CTC –Confederación de Trabajadores del Cobre- cuando su recién electo presidente tuvo la mala ocurrencia de enviar a Fidel Castro un telegrama para felicitarle por un nuevo aniversario de la Revolución Cubana. ¡Ese dirigente fue sancionado y expulsado de su sindicato base! De esa manera, legalmente dejaba de inmediato el cargo de Presidente de la CTC. Los milicos aplaudieron el hecho y se frotaron las manos. ¡¡Había una división ostensible al interior del sindicalismo chileno!!  Eso fue lo que se pensó en La Moneda. 

 

El Cobre debería elegir a un nuevo líder de su Confederación. Los representantes de los sindicatos de Chuquicamata, El Salvador, Potrerillos, Andina y El Teniente, se encerraron en las dependencias que la iglesia católica tiene aún en Punta de Tralca, cercana a El Tabo, para efectuar la Convención respectiva y elegir con voto directo al nuevo Presidente. 

 

Los comunistas concedieron a los democristianos su mejor derecho para proponer un nombre que permitiese la unidad sindical contra la dictadura. Era un asunto político después de todo, pese a que nosotros en CEPCH habíamos insistido a lo largo de Chile en la necesaria independencia del movimiento sindical si queríamos llegar a ser una fuerza respetable en el concierto nacional. 

 

Los democristianos propusieron varios nombres, todos vetados por los comunistas. Ora porque se trataba de alguien muy cercano a la cúpula empresarial, ora porque ese nombre era querido entre los militares, ora porque ese otro nombre había tenido su oportunidad y la había desperdiciado, ora porque el nombre de acullá no era muy afable con los compañeros comunistas, etcétera.

 

Cuando las conversaciones se entramparon, los propios comunistas sugirieron un nombre. Rodolfo Seguel. ¡¡Imposible que la Democracia Cristiana no lo aceptara!! Cumplía con todas las exigencias para el cargo (según los comunistas, claro). Se trataba del joven Presidente de un sindicato de empleados en El Teniente, un sindicato pequeño, pero sindicato a fin de cuentas.  No estaba “contaminado” ya que recién ingresaba a la vida organizacional. No odiaba a los comunistas ni le provocaba arcadas trabajar con los socialistas y, además, era demócrata cristiano….de partido, con carnet al día y cuotas pagadas. 

 

Rodolfo Seguel fue elegido Presidente de la mayor Confederación sindical del país. Carecía absolutamente de experiencia en esas delicadas materias pero, de la nada, así, de la tarde a la noche, su figura se alzó en medio de la debacle para dirigir las huestes trabajadoras en el momento más condenadamente peligroso vivido por Chile en los últimos años.

 

Entusiasmado hasta las lágrimas con su nombramiento, Seguel habló a los dirigentes reunidos en Punta de Tralca. Prometió que el Cobre paralizaría sus faenas para presionar al gobierno dictatorial y conseguir las mejoras salariales que los trabajadores mineros requerían con urgencia. 

 

– Sí, compañeros –gritó a los cuatro vientos- El Cobre va a parar si el gobierno del dictador Pinochet no atiende nuestras demandas.

 

 ¡¡ El Paro….el Paro…el Paro corre igual…..el pueblo hoy exige….un Paro nacional!! 

 

El griterío de socialistas y comunistas atronó el salón. Buscaban un llamado a Paro Nacional. Seguel, confundido en su propia verborrea y maniatado por su inexperiencia, cedió a la presión fácilmente, sorprendiendo a su propio partido con la aceptación de las demandas izquierdistas que, después de todo, le habían llevado al sitial que ahora ocupaba. Además, por primera vez en su vida, enfrentaba a las hordas de reporteros y periodistas que hacían nata en Punta de Tralca. 

 

– ¡¡Claro que sí, compañeros….el Cobre llama a todos los trabajadores del país, a todos los sindicatos, Federaciones y Confederaciones, a realizar el gran Paro Nacional en el próximo mes de Mayo!!

 

Era el desastre total. Ninguna organización respetable estaba en condiciones de convocar con éxito a sus bases para tamaña decisión. Pero, por otra parte, no hacerlo significaba demostrarle al país que el sindicalismo carecía de fuerza y significación. Jaque mate. Gracias, compañero Seguel.

 

LAS PROTESTAS SOCIALES

 

Estábamos perdidos, el flamante recién electo líder de los trabajadores del cobre, en un rapto de apasionamiento e infantilismo, demostrando su carencia de manejo político-sindical, había llamado a realizar un PARO NACIONAL, frente a una dictadura violenta y poderosa que mantenía a los chilenos bajo la bota militar a su regalado gusto.

 

El gobierno profirió todas las amenazas posibles contra los instigadores de esa acción, considerada por La Moneda como “una demostración palpable de la influencia comunista en los desavisados dirigentes democristianos”, agregando que “por ningún motivo el gobierno va a permitir que se perturbe la paz social, además que no existen razones para protestar, ya que el país vive un estado de orden y tranquilidad que nadie desea interrumpir”.

 

Sin embargo, las persecuciones se incrementaron y muchos dirigentes resultaron apaleados y detenidos, mientras otros eran sacados a viva fuerza desde sus casas para ser torturados en los subterráneos que la CNI tenía en la avenida José Domingo Cañas o en la calle París.

 

Quien mayor desesperación manifestaba en ese instante era el partido demócrata cristiano, pues uno de los suyos había cometido la torpeza imperdonable de dejarse arrastrar por el griterío de los comunistas. Tampoco querían perder el liderazgo del cobre. ¿Qué hacer, entonces?

 

Volvieron sus miradas hacia otro de sus propios dirigentes sindicales, hacia un hombre que había sido formado en la Fundación Pierre Cardjan, es decir, por la mismísima Iglesia Católica, años antes. Ese hombre, dirigente sindical de extremada inteligencia y sagacidad, era Manuel Bustos Huerta, presidente del sindicato de la empresa textil “Sumar” y, a la vez, fundador y líder de un frente amplio de trabajadores llamado “Coordinadora Nacional Sindical” que era, precisamente, el segundo dolor de cabeza de Pinochet, después del Cobre. 

 

Manuel Bustos debería ser quien orientara y guiara los pasos del novel Rodolfo Seguel. Pero este había llamado a una huelga nacional, y ni siquiera la habilidad de Bustos podría evitar el fracaso.

 

No obstante todas las señales enviadas por el país, Seguel insistía porfiadamente en la factibilidad de paralizarlo.

 

En la sede de la CTC, en pleno centro de Santiago, se efectuó la reunión de todos los presidentes de confederaciones y federaciones, entre ellas, la CEPCH, que acudió a la cita con tres representantes encabezados por Federico Mujica.

 

Allí  se le demostró a Seguel que ni siquiera su propio sindicato de empleados estaba dispuesto a ir al Paro. Se le hizo escuchar la voz del secretario de esa pequeña organización que le hablaba telefónicamente desde Rancagua. “¿Estai huevón, Rodolfo? Aquí nadie va a parar….las condiciones pa’ eso no están maduras. Vai a dar la hora, flaco, y la prensa te va a cocinar en aceite hirviendo”. 

 

Doce, quince llamados telefónicos convencieron a Seguel que su precipitada decisión en Punta de Tralca no contaba con apoyo alguno, a pesar que todos estaban convencidos que había necesidad de luchar contra la dictadura militar. 

 

– Si me desdigo de mi llamado a Paro, estoy acabado –bramaba. 

 

Federico Mujica conversaba con Eduardo Ríos (llamado “el Paco”) y conmigo, en un apartado rincón de esa asamblea, tratando de alivianar la pesada carga que llevábamos y cuyo volumen no éramos capaces de seguir soportando, pues la maquinaria propagandística del gobierno nos haría trizas esa misma noche en el canal nacional de televisión y en los periódicos del día siguiente. 

 

Se nos acercó  Hernol Flores, dirigente de ANEF, con una idea que me pareció excelente.

 

– Hay que sacar del aprieto a este “cabrito” (se refería a Seguel) –dijo perentorio, moviendo los bigotes en un  gesto que ya era un tic nervioso- Vamos a convencerlo de retractarse del famoso Paro, pero le daremos una salida que no podrá declinar.

 

– En eso estamos todos –retrucó Mujica- Pero no se nos ocurre nada.

 

– La respuesta la dieron los jóvenes franceses el año 1968 –Hernol sonrió- Sin llamar a paros ni a huelgas, casi derribaron a De Gaulle con una revolución de flores, eslóganes y protestas pacíficas. Propongamos en esta reunión llamar al país a una gran Protesta Nacional contra los bajos salarios, el exilio, las detenciones arbitrarias, la falta de libertad de prensa, en fin, contra todo lo que se nos ocurra. Tratemos que el movimiento no sea sólo de los trabajadores. Metamos a toda la comunidad. Llamemos a los estudiantes, a las dueñas de casa, a los pobladores. Que en realidad esto sea na-cio-nal. 

 

Así nacieron las “Protestas Sociales Nacionales” del año 1983, que colocaron al país durante cuatro meses bajo los sacudones de tomas de calles, gritos, apagones, paros de locomoción colectiva y contragolpes que pusieron de cabeza a los secuaces del dictador; y a este, además, le mantuvieron volando en un helicóptero lejos de Santiago, atento a cualquier incidente mayor que le obligase a refugiarse en Isla de Pascua o en otro sitio más allá de nuestras fronteras. 

 

Claro que nadie en el país entendió muy bien de qué se trataba aquello de “protestar”, pues la ciudadanía tenía experiencias en huelgas y paros, pero no en eso de manifestar desacuerdos pacíficamente. Los militares, como siempre, miraron el movimiento por sobre el hombro. Seguían pensando que si el adversario carecía de armas, la batalla estaba demás. 

 

El día 11 de mayo de 1983 fue fijado como fecha para la realización de la “Primera Protesta Social Nacional”, nombre que causaba hilaridad en los civiles que trabajaban para Pinochet. 

 

Nosotros, en la CEPCH, no nos reíamos ni con un sindicato de payasos actuando en conjunto, ya que tampoco sabíamos ni intuíamos la reacción del país.

 

El día de la protesta se inició con absoluta normalidad en todas las actividades. La locomoción colectiva funcionaba mejor que nunca, las universidades tenían sus aulas abiertas y con clases regulares, el comercio y las industrias trabajaban como si se tratara de un día cercano a la Navidad, mercados y ferias veían llenarse las callejas con dueñas de casa que realizaban compras con naturalidad, las avenidas contenían el mismo número de vehículos que era habitual.

 

La única disfunción estaba constituida por el gran número de Carabineros equipados como para ir a la guerra de las galaxias y que se encontraban agrupados tras carros blindados en las esquinas principales de la ciudad.

 

Algunos helicópteros sobrevolaban poblaciones marginales y barrios del sector sur.

 

La calma era absoluta, pese a que se sentía la tensión ambiental.

 

A las cuatro de la tarde, nos reunimos en la sede de CEPCH, en calle Teatinos, para analizar lo que suponíamos ya un gran fiasco. A esa hora, muchos santiaguinos comenzaban el regreso a casa después de una jornada rutinaria de trabajo. Habíamos fracasado y tendríamos que asumir las consecuencias. Yo era uno de los más criticados en esa reunión, ya que se me responsabilizaba por haber entregado argumentos historiográficos a Federico Mujica y a Hernol Flores sobre la “Revolución de Mayo” en el París del año 1968. 

 

Pensé  en renunciar a CEPCH y dedicar mis esfuerzos sólo al sindicato de INACAP.

 

A las seis de la tarde recibimos la información de disturbios menores en Población “La Victoria” y en algunos sectores de Avenida Grecia, a pocas cuadras de Américo Vespucio. 

 

En pocos minutos, las informaciones se multiplicaron y la fe regresó a nuestros espíritus. Los trabajadores, sabiamente, al igual que los estudiantes, pobladores y dueñas de casa, no habían querido arriesgar sus puestos de trabajo ni sus físicos en protestar frente a sus respectivas autoridades, y dándonos un ejemplo de habilidad, prefirieron llegar hasta sus casas y sus barrios para salir a las calles en grupos, tomarse las avenidas y comenzar, por fin, la primera protesta nacional contra Pinochet. 

 

Encendimos el radio para escuchar las noticias que se producían en diversos puntos de la ciudad. La protesta comenzaba a extenderse con rapidez mientras más avanzaba la tarde y en algunos barrios la situación adquiría ribetes violentos. Un periodista de Radio Cooperativa envió un despacho en directo desde la Gran Avenida.

 

Con voz trémula comentaba la nerviosa sucesión de hechos  acaecidos en aquel sitio. “La gente se ha volcado a las calles a partir de las cinco de la tarde para protestar contra el gobierno militar que encabeza el general Pinochet. Hay esquinas prácticamente “tomadas” por los manifestantes, quienes han encendido neumáticos e interrumpido el tránsito. En estos momentos se produce un “taco” vehicular de proporciones y ha habido algunos incidentes. El más importante se produjo hace quince minutos en el callejón Lo Ovalle, donde un grupo de diez o doce encapuchados atacaron a un carro policial con bombas “molotov” y armas de fuego, haciendo huir a los Carabineros del lugar. En estos instantes se produce el tronar de las cacerolas….es un estrépito fenomenal….escuchen, señores auditores, escuchen….las dueñas de casa están golpeando  utensilios de cocina desde el interior de sus viviendas”.

 

Walter Antognini y yo nos fundimos en un irresponsable abrazo.

 

Luego de algunos intercambios de ideas, nos dirigimos hacia Vicuña Mackenna para participar de lleno en la Protesta. Al atravesar la Alameda nos percatamos que la cosa iba a ser violenta. Grupos de jóvenes con las caras cubiertas por pañuelos o pasamontañas, apedreaban vehículos a gusto, destrozaban vidrieras de establecimientos comerciales, arrancaban de cuajo los escaños que embellecían la avenida y los lanzaban al medio de la calle, junto a neumáticos viejos (¿de dónde sacan esas cosas tan rápidamente?), apaleaban automóviles detenidos en el embotellamiento y gritaban consignas contra el gobierno.

 

Reconocieron a Federico Mujica y nos dejaron atravesar la Alameda, a la vez que nos aplaudían y alzaban las manos empuñadas, en el signo típico de los socialistas. Yo iba feliz, orgulloso, satisfecho.

 

En el trayecto hacia el paradero catorce de Vicuña Mackenna observamos situaciones similares a la que estaba ocurriendo en la Alameda, aunque ahora los jóvenes se encontraban más dispersos y atacaban a los coches a la distancia, huyendo prestamente hacia calles interiores.

 

En el paradero catorce, la situación era completamente distinta. Una turba de quinientas personas había interrumpido el tránsito de Américo Vespucio y de la propia Avenida Vicuña Mackenna con barricadas compuestas de fierros, madera, ramas de árboles, neumáticos, escaños y botes de basura. Estaban destrozando todo lo que se les antojaba, desde locales comerciales a semáforos, en una acción vandálica sin sentido político ya que, por el contrario, ella contribuiría a otorgar argumentos al gobierno para insultar a los trabajadores. 

 

Aparecieron los primeros carros policiales y la lucha, en vez de decaer, aumentó  su violencia a grados insoportables. Angel Aliaga recomendó salir del sitio y buscar refugio en lugares más seguros, pues era cosa probable que pronto habría enfrentamientos más severos. Tenía razón. Comenzaron a actuar las bombas lacrimógenas y, de manera brutal, Carabineros disparó balines de goma. Hubo heridos, gritos y rabia confundida con el miedo. La sangre hervía en mis venas.

 

Los vehículos policiales retrocedieron por avenida Walker Martínez, pues un nuevo contingente de jóvenes había llegado al lugar. Eran los grupos organizados de la Villa O’Higgins que surgieron espontáneamente desde el poniente, en gran número y con una decisión plausible. Desgraciadamente, venían armados. Hubo algunos disparos y la turba se dispersó, buscando refugio en los edificios comerciales y en los callejones. 

 

Nosotros decidimos salir del lugar y retirarnos hacia el centro, regresando a la sede de la CEPCH en calle Teatinos. Allí pasamos el resto de la jornada, hasta que al llegar la medianoche un llamado telefónico nos ordenó asistir al edificio de la ANEF, en plena Alameda. La energía eléctrica se había interrumpido y Santiago, a oscuras, era iluminado por las llamas de las fogatas y de las “molotov”. 

 

Rodolfo Seguel estaba histérico de alegría. Su llamado a Protesta Social Nacional había sido todo un éxito. Un exitazo, en verdad. En la ANEF nos confundimos con las personas que estaban allí desde tempranas horas de la tarde y con los periodistas que procuraban opiniones de los actores principales.

 

Recuerdo que Manuel Bustos, con la cabeza gacha, dijo: “el gobierno va a responder con dureza compañeros, y hay que estar preparados”.

 

– ¿Dónde está Pinochet? –gritó alguien a todo pulmón, arrancando risas y aplausos.

 

– Arriba de un helicóptero, en las cercanías de Paine –respondió una periodista buenamoza.

 

Al día siguiente, el recuento de daños a la propiedad pública y privada fue catastrófico. No sólo Santiago había vivido una jornada violenta. También hubo disturbios serios en Valparaíso, Concepción y Punta Arenas. Algunas personas habían perdido la vida en los enfrentamientos y ello causó honda impresión en todos, incluso en La Moneda. 

 

La CNI extendió  sus alas negras y comenzó una secuencia de arrestos y golpizas que nos hizo mantener el estado de alerta general durante varios días.

 

Sin embargo, el gobierno persistía en su ostracismo y nos negaba el diálogo. “No hablaré con delincuentes”, dijo Pinochet en un discurso transmitido por cadena nacional. “El tal Comando Nacional de Trabajadores es una organización de hecho, con carácter delictual, obedece a motivaciones políticas y sus patrones están en el extranjero. Merecen el repudio de la ciudadanía y el gobierno se preocupará de mantener el orden y la ley a como dé lugar”. 

 

Nuestra respuesta fue inmediata. Habría un llamado a efectuar la Segunda Protesta. Después de todo, el horno estaba tibiecito y los bollos podrían salir muy dorados y esponjosos. Días después, periodistas amigos (algunos de los cuales reporteaban rutinariamente en La Moneda) nos confidenciaron que Pinochet mostraba evidente temor y no se sentía seguro. Ese hombre tenía claro que había comenzado a deslizarse por el tobogán final… y los trabajadores organizados en sindicatos y federaciones fueron quienes le dieron el primer empujón.

 

 

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