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Marxismo, antifascismo e izquierdas fucsias

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Es evidente que el tema del antifascismo es absolutamente decisivo. Me gustaría resumir la cuestión de la manera siguiente: en los tiempos de Gramsci o de Gobetti, limitándonos al contexto italiano, el antifascismo era imprescindible y fundamental, estaba, al menos en Gramsci, en función comunista, patriótica y opositora al capitalismo. El problema, sin embargo, se da cuando el antifascismo continúa desarrollándose en ausencia del fascismo o, más precisamente, cuando el fascismo, si con esta expresión nos referimos genéricamente al poder, cambia de rostro.

 

Entonces, desde Gramsci tenemos que pasar a Pasolini para entender la cuestión. Pasolini en los años 70 había comprendido perfectamente que el nuevo rostro del poder ya no era el clérico-fascista, sino el permisivo, consumista, hedonista. Pasolini decía que el ‘antifascismo arqueológico’ era una coartada muy cómoda, que permitía, sin demasiado esfuerzo, luchar contra el poder fascista, que ya no existía, y no tomar posición respecto al nuevo rostro del poder: el poder consumista y hedonista. Esta era la función estratégica del antifascismo en ausencia del fascismo, si queremos decirlo así.

 

En cuanto a los jóvenes grupos fascistas, Pasolini, en los ‘Escritos corsarios’ afirmaba que «son paleofascistas y, por lo tanto, no son fascistas». ¿En qué sentido? En el sentido de que el nuevo fascismo era el de la civilización consumista, un fascismo aún más totalitario que el anterior, un fascismo que conquistaba las almas, mientras que el viejo fascismo, en cambio, creaba una disociación entre las almas y los cuerpos; uno llevaba el uniforme fascista, pero luego, cuando se lo quitaba el fascismo no había afectado el alma, la gente seguía pensando libremente, siendo quizás antifascistas en el alma. En cambio, el nuevo fascismo de los consumos, decía Pasolini, es un fascismo realmente totalitario porque coloniza las almas y no permite que sobreviva la disociación entre el uniforme y el corazón, si queremos llamarla así.

 

Yo creo, en los pasos de Pasolini, que hoy en día una gran parte de las izquierdas ya no son rojas sino fucsias, ya no son la hoz y el martillo, sino el arco iris, usan el antifascismo en ausencia del fascismo como una coartada para no ser anticapitalista en presencia del capitalismo. De hecho, una gran parte de las izquierdas, que han pasado del internacionalismo proletario al cosmopolitismo liberal, son verdadera y totalmente capitalistas, su programa es el de la ‘sociedad abierta’ capitalista: apertura ilimitada de lo real y lo simbólico, libre circulación de las mercancías y de las personas, modernización avanzada y, por lo tanto, lucha contra todo lo que se opone a la modernización capitalista, tachado de ‘fascista’, ‘regresivo’ y ‘antimoderno’.

 

De modo que las izquierdas, que ya no defienden las ideas de Gramsci y de Marx, sino que defienden directamente al capital, por lo menos la mayoría de ellas, deben mantener vivo el antifascismo para legitimarse a sí mismas, para que la contradicción no sea evidente; es decir, el hecho de que las izquierdas sean antifascistas ahora que ya no existe el fascismo y no anticapitalistas ahora que el capitalismo avanza más que nunca. Mejor dicho, usan el antifascismo como una excusa para adherirse completamente al fascismo de la civilización del consumo, a la porra invisible de la economía de mercado. Estoy pensando en el caso francés donde las izquierdas forman un frente único en función antifascista contra Le Pen para aceptar totalmente el fascismo de los mercados y de la élite financiera Rothschild, representada por el liberal Macron.

 

Este es el primer punto fundamental, si el antifascismo era un tema imprescindible en los tiempos de Gramsci hoy se transforma en una coartada para aceptar el cosmopolitismo liberal, por lo tanto, el verdadero antifascismo hoy en día, es el anticapitalismo radical de quienes aún no han vendido el corazón y la cabeza al capitalismo dominante. Con respecto al segundo punto, es evidente, en mi opinión, y no soy el único que apoya esta tesis —en Italia pienso por ejemplo en Costanzo Preve o, más recientemente, en Carlo Formenti—, la lucha de clases hoy pasa necesariamente por la recuperación de la soberanía nacional contra los dispositivos globalistas del mercado, y pasa por lo que el propio Formenti ha llamado el ‘momento populista’.

 

Resumiendo, el conflicto de clases hoy es el conflicto entre una clase cosmopolita líquido-financiera, por una parte, y las masas nacionales populares, por la otra, estas últimas padecen los efectos de la globalización que yo defino la ‘clase del precariado’, precarizada no solo en el ámbito laboral, a través del contrato de trabajo flexible y sin estabilidad, sino también en el ámbito del mundo de la vida, del Lebenswelt diría Husserl, porque efectivamente los dominados hoy no pueden constituir una familia, tener una estabilidad existencial o participar activamente en la política como ciudadanos del Estado soberano nacional.

 

Así pues, el conflicto, hoy más que nunca, es evidentemente una lucha entre una ‘global class’ cosmopolita, líquida y financiera, que es de derecha —si queremos usar las viejas categorías— en la economía, y de izquierda en la cultura, y una masa nacional popular que padece la globalización, compuesta por la vieja clase media precarizada y por la vieja clase trabajadora atomizada y reducida a las condiciones del precariado. La clase dominante es, pues, de derecha en la economía y de izquierda en las costumbres y en la cultura. De derecha en la economía porque se ha apoderado del imperativo liberal: privatización, recortes en el gasto público, supresión de los derechos sociales del estado de bienestar. Todo esto ocurre a través de la desoberanización de la economía. Se dice que el objetivo de la ‘cesión de soberanía’ es evitar los conflictos, en realidad es destruir a los Estados soberanos nacionales como espacios de las democracias de los derechos sociales.

 

No existe en la modernidad otra realidad para los derechos sociales y para las democracias fuera de los Estados soberanos nacionales. Por eso, la expresión de Che Guevara ‘Patria o muerte’ tiene su propia validez incluso hoy, porque no solo reivindica la identidad contra el anonimato impersonal de los mercados, sino también porque reivindica la idea de una soberanía nacional contra los procesos desarraigadores del globalismo capitalista. La clase dominante es de izquierda en las costumbres y en la cultura porque ha hecho suyo no el imperativo de la izquierda anticapitalista de Gramsci o Lenin, que en realidad ha repudiado, sino que ha adoptado el de las izquierdas fucsias del 68, que identifican el comunismo con la liberalización individualista de los consumos y las costumbres; es decir, con las sociedad self-service de los consumidores individuales que tienen toda la libertad que pueden comprar concretamente y se sienten libres como los átomos de Nietzsche, como ultrahombres con voluntad de poder ilimitado, es decir, conciben la libertad como propiedad del individuo desarraigado en comparación con las comunidades liquidadas como autoritarias: la comunidad familiar, la comunidad política, la comunidad religiosa.

 

Esto es lo absurdo, el fárrago que caracteriza al monstruo del pensamiento único dominante de la élite capitalista, contra el cual, para recuperar un discurso de clase que tutele lo bajo contra lo alto, el trabajo contra el capital, es preciso, evidentemente, resoberanizar a la economía. Este es el tema del hermoso libro de Fazi y Mitchell ‘Reclaiming the State’ que en italiano salió con el título ‘Sovranità o barbarie’. Hoy las clases dominadas no tienen más remedio que recuperar completamente la soberanía nacional, económica, política y geopolítica y reintroducir formas de lucha de clases en los espacios del Estado soberano nacional para que el Siervo y el Señor, en palabras de Hegel, vuelvan a mirarse a la cara, y se recupere el conflicto de clases imposible de llevar a cabo en los espacios globalizados. Si queremos decirlo de otra manera, el Estado nacional soberano puede ser democrático y socialista.

 

La economía sin la política y sin el Estado nunca será ni democrática ni socialista, será siempre el humus ideal para el capital cosmopolita, que lo es todo excepto socialista y democrático. De ahí la importancia de lo que yo llamo el soberanismo internacionalista y populista. Soberanismo porque se recupera totalmente la soberanía nacional como base de los derechos y de las democracias del socialismo y de los logros sociales. Internacionalista porque no es el nacionalismo de las derechas regresivas, xenófobas y autoritarias, es un soberanismo internacionalista que se abre a las demás naciones socialistas y democráticas, crea el internacionalismo proletario, como se llamaba un tiempo, que es todo lo contrario tanto del nacionalismo individualista y regresivo, como del cosmopolitismo liberal al que las izquierdas fucsias han vendido sus cabezas y corazones, como ya he dicho antes.

 

Por esta razón, me parece importante recuperar el principio del soberanismo internacionalista que tiene como base el populismo entendido como teoría del pueblo y para el pueblo, como una visión que se opone a los procesos de posdemocratización administrados por las élites líquido-financieras y reafirma el principio de lo nacional-popular entendido a la manera gramsciana. Un populismo concebido no en sentido regresivo, o sea Trump para que quede claro, sino de manera emancipadora, como han escrito muy bien Laclau y Mouffe, un populismo de izquierda, si queremos usar esta categoría, un populismo cuya finalidad sea la emancipación objetiva de las clases dominadas y que tenga como fundamento la democracia socialista. Este es el punto fundamental que también aparece en las obras de Carlo Formenti. La paradoja es que este discurso, que en otros tiempos se hubiera llamado leninista, marxista o gramsciano, hoy las izquierdas fucsias y arco iris lo consideran fascista.

 

Es una paradoja porque yo, obviamente, me refiero a Gramsci, a la democracia socialista, al internacionalismo solidario, al lema ‘Patria o muerte’ de Che Guevara, al modelo de soberanismo solidario e internacionalista, a las experiencias bolivarianas de Sudamérica: Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y todas las experiencias del socialismo patriótico antiestadounidense y antiglobalista que, sin duda alguna, no pueden llamarse fascistas. La categoría de fascismo, desde ese punto de vista, nos introduce en una paradoja lógica, actualmente el fascismo se usa como una categoría completamente deshistorizada. El fascismo ya no es solo y esencialmente el de Mussolini, que murió, afortunadamente, en 1945, hoy entendemos por fascismo, doy esta definición, todo lo que no es orgánico del pensamiento único políticamente correcto y éticamente corrupto, más precisamente, el fascismo es, desde el punto de vista del amo cosmopolita no border y de las izquierdas fucsias y arco iris, todo lo que se opone al dominio de la clase dominante, pongo un ejemplo concreto de estos días. Hoy en día una de las tesis dominantes del amo cosmopolita es la apertura de los puertos y de las fronteras. ¿Por qué? Porque todo el mundo debe reducirse a un espacio abierto desregulado para la libre circulación de las mercancías y de las personas cosificadas.

 

Por consiguiente, quien se opone a esta visión reivindicando el primado de lo humano y lo político, defendiendo la necesidad de regular, a través del primado de lo político y la democracia, los flujos, de los capitales, de las personas, de los deseos de consumo, es automáticamente difamado como fascistas por las izquierdas fucsias, para estas todo lo que sea incoherente con el señor cosmopolita, del que son los tontos útiles, es fascista. La paradoja es esta, la resumo así, se difama como fascista todo lo que se opone al orden de la clase dominante ‘sans frontières’, la clase de los globócratas del capital, que difaman como fascista la idea de una intervención estatal en la economía, difaman como fascista el despertar de las clases dominadas, del pueblo oprimido que, como decía Fichte, está por encima de toda autoridad que pretende ser superior.

 

El pueblo es soberano, la democracia, al fin y al cabo, es la soberanía popular que para ejercerse necesita de un Estado que sea soberano donde el pueblo sea, a su vez, soberano; sin la soberanía del Estado ni siquiera puede haber soberanía en el Estado, la soberanía popular y, por lo tanto, la democracia, la Unión Europea, se fundamenta exactamente sobre esto, eliminar la soberanía de los Estados para aniquilar la soberanía popular en los Estados y, por lo tanto, aniquilar las democracias y los derechos sociales relacionados. De ahí que el antifascismo se convierta, una vez más, en la clave fundamental de las clases dominantes y de las izquierdas de completamiento para deslegitimar todas las propuestas de renovación y democratización del espacio global.

 

La paradoja es que hoy, como decía Orwell, se subvierte la relación entre los nombres y las cosas, hoy la violencia y la persecución del pensamiento libre que caracterizó al fascismo surge nuevamente con el nombre de antifascismo, en la figura inédita de las brigadas fucsias del antifascismo arco iris y de los escuadrones que en nombre del antifascismo atacan, a menudo no solo metafóricamente, a todos aquellos que no se adhieren al verbo único políticamente correcto de la clase dominante.

 

Por lo tanto, hoy es preciso tomar conciencia de esto y mantenerse, obviamente, a una distancia segura tanto del fascismo histórico, que ya no existe, como del neoliberalismo cosmopolita actual falsamente progresista al que también las izquierdas se han adaptado con la paradoja que tenemos ante nuestros ojos. Las izquierdas ventilan todas las veces la vuelta del fascismo y, de esta manera, crean un frente único que legitima el cosmopolitismo liberal o, como diría Pasolini, el nuevo fascismo de la civilización glamurosa de los mercados.

 

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/espana/tribuna/2019-07-07/marxismo-antifascistas-alberto-garzon-el-confidencial_2109887/

 

Diego Fusaro es filosofo, escritor y ensayista italiano.

 

Traducción de Michela Ferrante Lavín

Negritas: Níkolas Stolpkin 

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