“El retorno de Florence”: La novela de la memoria y del olvido, de la justicia y la venganza
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Ricardo Candia Cares (Santiago de Chile, 1956) entrega su tercera novela luego de publicar “Operación Cavancha (Ceibo, 2014), y “El increíble (y exitoso) Caso y” (Ceibo 2015).
Ha obtenido -como reconocimientos a su trayectoria literaria-, una mención honrosa en la competencia de cuentos Teresa Hamel, la disputa final en el certamen de la Revista Paula, durante los años 2010 y 2016, repetida, asimismo, en el III Concurso Internacional de micro relatos, del Museo de la Palabra, en España.
Escribe como columnista para los diarios digitales “El Clarín”, “El Desconcierto”, “Politika” y “El Ciudadano”. Fue columnista estable de la revista “Punto Final” hasta su cierre temporal.
Entregamos un fragmento de su inquietante novela “El retorno de Florence”, editada por Ediciones Mañosas, la que aborda entre otros temas, el reguero trágico que dejó la violación como acto de tortura durante la dictadura.
Su lanzamiento será el jueves 13 de diciembre en La Casa del Maestro, Catedral 2395, Metro Cumming, a las 19 horas.
Capítulo 30
El odio es un fluido áspero, violento, oscuro, filoso, un calor que lo abarca todo. Es una fuerza abrasadora, porfiada, ciega y metálica. Es un pálpito incontenible, mudo, arenoso y perpetuo. Una energía invencible, eterna, inextinguible, que emerge intacta al paso de los años, que mantiene con vida, que alimenta y da de beber. Y tiene por virtud transformarse en el combustible necesario para lo que sigue en el derrotero desesperado de las vidas pisoteadas. El odio es eterno, el amor tarde o temprano, se desvanece. Comprobé que al tiempo se le pueden adjudicar obras trascendentes. De las más importantes, que su paso perfecciona el odio.
Ahora sé que fue odio lo que sentí cuando por la radio dieron la noticia de la muerte de mis amadas Violeta y Marité, lo que confirmé cuando esa mujer me dejó claro que yo era sospechosa de sus muertes. Habría querido desmayarme por muchos años, quedar en un coma oscuro y definitivo, no haber respirado, deshacerme, diluirme en un espasmo indoloro y fatal. No quería respirar y por sobre todo, quería no tener memoria, ni sentir mis pasos, ni la sensación de las cosas en mis manos, ni en mi piel, ni mirarme nunca más a un espejo. El odio que me impulsaba para seguir viviendo aún no se acomodaba en los intersticios de mi vida, para aguardar ahí el paso de los años. Una gran nube de incertidumbre me decía que sólo la muerte era lo que me salvaba de la locura blanca y destructora. Y me dolió el recuerdo de aquel guerrillero al que amé en la militancia tonta de la adolescencia. También por él sentí un odio liviano por haberme dejado por sus misiones secretas e inútiles, pero por sobre todo porque era una ternura que no quería recordar porque también me dolía. Y quise quedarme sentada a la orilla de esa plaza por toda la eternidad ciega. Gabriel no habló durante el lapso en que salimos de la Vicaría ni cuando caminamos sin rumbo por el centro de la ciudad fría, como un agosto tubular, eterno y gris. Él también tenía miedo, pero de mi miedo, de mis convulsiones, de mi mirada extraviada, de mi no saber, pero yo ya no lloraba, sólo fumaba y miraba sin ver los sucesos triviales de una ciudad de la cual quería huir y que ignoraba que yo estaba ahí, con mi dolores. Como lo haría por siempre, Gabriel leyó mi estado de ánimo y pareció también hacerlo con mis pensamientos. Para ese hombre bueno fue un duro aprendizaje que se extendería por toda su vida y que se daría el tiempo de perfeccionar, hasta cuando su cabello rubio hubo cambiado al ceniciento de su primera vejez.
– Con mayor razón es necesario que viajes a Francia. Florencia-, dudaba,
sufría, insistía-, yo debo volver luego. En el diario ya no puedo justificar más mi estadía aquí. Creo que podré dejar resueltas algunas cosas antes de irme para asegurar visa, pasajes y estadía.
La voz de Gabriel era débil, liviana, casi inaudible, cercana a un sollozo triste y temeroso pero que contenía una decisión a prueba de miedos y angustias.
– No sabes cuánto te lo agradezco, Gabriel. Sin ti no sé qué habría hecho.
Mi voz, al contrario, era una cascada ronca y yo la escuchaba con la certeza extraña de que no era la mía.
– No te preocupes -, dijo Gabriel pasando el dorso de su mano sobre la mía-,
yo estaré siempre de tu lado -. Florencia, ten fe.
Una vibración en sus palabras tuvo el efecto de hacerme sentir algo extraño en mi interior. Quizás era el pálpito adelantado de que ese hombre asustado y bello, sería la única compañía masculina que aceptaría en toda mi vida. Cierto. Había perdido la fe, si es que alguna vez tuve una. Mis certezas se habían comenzado a extinguir aquella vez cuando vi cruzar los aviones que bombardearon el palacio y en el último café con Valerio. Jamás había salido del país, no sabía lo que era volar en un avión y mis conocimientos de francés como idioma se remontaban a las clases del liceo. Pero como casi siempre en el resto de mi vida, las palabras de Gabriel me hicieron todo el sentido que necesitaba y me impulsaron más allá de lo que habría optado por sí sola. Le conté a mi madre de mi decisión. En esa última vez le dije cuál era mi estado de ánimo, que había pensado en matarme, que me dolían mis amigas como no podría siquiera imaginar y le dije cuánto lamentaba no haber sido torturada y golpeada salvajemente para que me creyera alguien, más allá de Gabriel que sí lo hacía. Si esa bestia me hubiese desfigurado a golpes, ahora no sufriría tanto.
– Hija, quizás irte del país por un tiempo sea lo mejor. Yo te creo, pero tantas cosas que se han dicho hace que una a veces no sepa qué pensar.
– Han destruido mi vida y eso es mucho más que una tortura. Y es curioso que pienses igual que esa asistente social de la Vicaría, de que es mejor me vaya por un tiempo. Si me voy no volveré jamás a esta desgracia de país
Hija, yo te creo y lo único que me interesa es que estés bien. Esto tiene que
pasar en algún momento, no puede ser eterno. Mira tu padre preso, y mira tus hermanos. Lo mejor que puedes hacer es irte por un tiempo…
Me di cuenta que no tenía interés en escuchar sus reflexiones, me convencí que odiaba sus carencias y que despreciaba sus urgencias por mi padre y me arrepentí de nunca haberle dicho lo que sentí cuando me dejaron abandonada en la playa vestida de raso a los cinco años. Y concluí que respecto de ella me había distanciado de una manera irreversible. Y me recordé, sin que mediara mi voluntad, de pequeña en brazos de mi padre, sintiendo que me quería y que me sentía segura con él y un nuevo torrente de pena absorbió mis últimas fuerzas y me abandoné a un llanto largo, delgado y definitivo. Esa misma tarde comencé los preparativos para viajar intentando no pensar en nada, mientras que ordenaba lo que creí necesario llevar: alguna ropa y una especie de libro de tapas negras y duras que no supe de dónde había salido. Gabriel había viajado de vuelta a su país porque ya no podía soportar los hostigamientos de la policía secreta del régimen y yo me hice el ánimo de esperar el tiempo que mediaba entre la llegada de la visa y mi salida del país, con la mente en blanco, tratando de no recordar lo que había pasado. Así lo hice. Fueron los primero ensayos intuitivos de lo que años más tarde sería una técnica que dominé a la perfección y que ahora parece llegar a su fin. Pero las cosas anduvieron a buena velocidad. Unos días después de la fastuosa celebración del golpe militar, llegó un telegrama de la embajada. Un viernes soleado fui a la dirección del centro de la ciudad a la que me citaban y que correspondía a un lugar que más bien parecía a una galería de arte con pinturas de muchos caballos. Me atendió un hombre que dijo llamarse Ronald, y ante mi cara de espanto, me dijo que era el Agregado Cultural de la Embajada francesa y amigo de Gabriel, que debía estar tranquila, y que tenía para mí un encargo de él. Me miró con unos ojos ligeramente achinados, quizás cansados. Tenía una calva incipiente y una piel translúcida y algo enrojecida. En mi país estarás bien, no temas, me dijo y esas palabras dichas en un español suave y arrastrado, hicieron un efecto tranquilizador en mí. El sobre que me entregó ese hombre con cara de buena persona, y que abrí sentada en el primer café que encontré, traía indicaciones para el viaje, unos billetes y algunas monedas por si necesitaba llamar por teléfono. Gabriel era periodista pero muchas veces pensaba y funcionaba como un conspirador. Decía que ambos oficios se parecían, en especial por el énfasis que ponían ambos en engañar al resto. En el sobre había también una versión del itinerario del vuelo, la manera de abandonar el aeropuerto, en qué debía fijarme y algunos números telefónicos para emergencias cuando llegara a París. Escrito con caligrafía optimista, me contaba que había mucha gente interesada en ayudarme y que él y varios amigos, me estarían esperando. Mi madre me dio la maleta que ella había usado la remota tarde en que se fue de su casa con mi padre y en ella dispuse mis cosas, las que apenas veía por la celosía húmeda que instalaba un llanto tenue en mis ojos. Ella, mi madre, también sollozaba. Salí de mi casa después de abrazarla en silencio y sin volver la vista, subí al taxi. Era el día diecisiete de septiembre de 1976, dos días antes, había cumplido veintitrés años, pero nadie lo recordó, ni siquiera yo misma. Minutos más tarde, antes de tomar la carretera que llevaba al aeropuerto, el taxi cruzaba el río sobre un puente solitario. En ese momento le pedí al chofer que se detuviera. Extrañado, el hombre se aparcó a un costado de la calle. Le pedí que abriera el maletero del cual saqué mi maleta y luego de rescatar de su interior mi libro de tapas negras, la lancé a las aguas con un grito terrible. Interrumpí la mirada incrédula del hombre del taxi que siguió su trayectoria y le dije:
– Ahora sí, lléveme al aeropuerto. No volveré nunca más a este país.